Sencillito para el trabajo, arreglado pero informal. De esta manera lucía el Cardenal Cañizares, recientemente nombrado Arzobispo de Valencia, en las ceremonias de ordenación sacerdotales.
No
estaba obligado a ser un hombre de gustos sencillos, ni está prohibido en lugar
alguno que el traje de la ceremonia lleve una larga tela. El enorme
parecido con un traje de novia, llama la atención casi tanto como la
persistente y combativa misoginia que han mantenido muchos padres de la iglesia a lo largo de
los tiempos. Misoginia de la que ni siquiera figuras como la mismísima Teresa
de Ávila, estuvieron a salvo.
En
un orden económico que, en palabras de la economista feminista Amaia
Orozco, “ataca la vida”, atravesado
por el riesgo de una crisis ecológica de futuro incierto. En medio de un mundo en guerra
permanente, ese mundo “grande y terrible” en el que millones de vidas no merecen ser
rescatadas, ni seguir vivas, pues en ese mundo, el cuerpo de la mujeres, el control sobre su
sexualidad, la criminalización y el
estigma de la maternidad libre ha sido y sigue siendo la obsesiva, preocupación
de estos hombres de Dios. El propio Cañizares a propósito de la pedofilia, afirmó en mayo de 2009, que no era comparable "lo que haya podido pasar en unos cuantos colegios, con los millones de vidas destruidas por el aborto".
Pero... ¿Por qué? .
No
es el aborto, ni el truncarse de una vida
lo que les obsesiona, es la posibilidad de la maternidad libre y soberana, lo que
les aterra. Por eso el escándalo que organicen por todos esos millones de vidas precarias y prescindibles, siempre será menor que la protesta ante una legislación tolerante con la práctica
del aborto.
Y no
es que yo diga que practiquen la misoginia
por maldad intrínseca. No, para razonar así la iglesia ya cuenta con las
mejores herramientas analíticas. Pienso mas bien, que es algo que tiene que ver
con una cuestión antropológica. La
religiones casi siempre han tratado de
responder al deseo de trascendencia, a dilemas como la muerte o el
sentido de la existencia. Erigirse en mediadora entre la vida y la muerte,
entre lo divino y el dolor. Ofrecer la posibilidad de la eternidad y el rescate
ante el abismo. Y eso no es cosa que pueda despreciarse fácilmente. Pero, por grande que sea el poder y la esperanza
de la promesa, siempre cabe la duda, y es la duda la que impugna
fuertemente los pilares sobre los que han construido su reino. Frente a la promesa, que siempre puede ponerse
en duda, la incontestable evidencia de
la vida surgiendo de un cuerpo de mujer. Un rival percibido durante siglos como
amenaza para un poder enraizado en lo mas inaccesible del sufrimiento humano. De ahí la obsesión por degradarlo al nivel del
pecado, frente a sus cuerpos masculinos,
los elegidos por Dios para mediar con la eternidad y el sentido de la vida. Su insistencia en
colocar sobre él todos los estigmas, en
controlarlo y, en fin, la pertinaz reclamación de condena que atraviesa todos
los tiempos, desde Eva, o los días de brujas en las hogueras, hasta la actual connivencia
con los ataques a la vida perpetrado por los mercados neoliberales. En cambio, la beligerante exigencia de legislaciones
que les reafirmen como los procuradores de vida eterna, manteniendo el control
simbólico, legal, material, económico e intelectual sobre la maternidad, su incómoda rival,
que no es eterna, pero es evidente, y como diría Hannah Arendt, al menos ofrece al desconsuelo humano la posibilidad de establecer nuevos comienzos.