domingo, 31 de agosto de 2014

Vestidos para el paraíso




Sencillito para el trabajo, arreglado pero informal. De esta manera lucía el Cardenal Cañizares,  recientemente nombrado  Arzobispo de Valencia, en las ceremonias de ordenación sacerdotales.
No estaba obligado a ser un hombre de gustos sencillos, ni está prohibido en lugar alguno que el traje de la ceremonia lleve una larga tela. El enorme parecido con un traje de novia, llama la atención casi tanto como la persistente y combativa misoginia que han mantenido muchos padres de la iglesia a lo largo de los tiempos. Misoginia de la que ni siquiera figuras como la mismísima Teresa de Ávila, estuvieron  a salvo. 
En un orden económico que, en palabras de la economista feminista Amaia Orozco, “ataca la vida”, atravesado por el riesgo de una crisis ecológica de futuro incierto.  En medio de un mundo en guerra permanente, ese mundo “grande y terrible” en el  que millones de vidas no merecen ser rescatadas, ni seguir vivas, pues en ese mundo, el cuerpo de la mujeres, el control sobre su sexualidad, la criminalización y el estigma de la maternidad libre ha sido y sigue siendo la obsesiva, preocupación de estos  hombres de Dios. El propio Cañizares a propósito de la pedofilia, afirmó en mayo de 2009, que no era comparable "lo que haya podido pasar en unos cuantos colegios, con los millones de vidas destruidas por el aborto".

Pero... ¿Por qué? .
No es el aborto, ni el truncarse de una vida  lo que les obsesiona, es la posibilidad de la maternidad libre y soberana, lo que les aterra. Por eso el escándalo que organicen por todos esos millones de vidas precarias y prescindibles, siempre será menor que la protesta ante una legislación tolerante con la práctica del aborto.
Y no es que yo diga que practiquen la misoginia  por maldad intrínseca. No, para razonar así la iglesia ya cuenta con las mejores herramientas analíticas. Pienso mas bien, que es algo que tiene que ver con una cuestión antropológica. La religiones casi siempre han tratado de  responder al deseo de trascendencia, a dilemas como la muerte o el sentido de la existencia. Erigirse en mediadora entre la vida y la muerte, entre lo divino y el dolor. Ofrecer la posibilidad de la eternidad y el rescate ante el abismo. Y eso no es cosa que pueda despreciarse fácilmente. Pero, por grande que sea el poder y la esperanza de la promesa, siempre cabe la duda, y es la duda la que impugna fuertemente los pilares sobre los que han construido su reino.  Frente a la promesa, que siempre puede ponerse en duda,  la incontestable evidencia de la vida surgiendo de un cuerpo de mujer. Un rival percibido durante siglos como amenaza para un poder enraizado en lo mas inaccesible del sufrimiento humano.  De ahí la obsesión por degradarlo al nivel del pecado, frente a sus cuerpos masculinos,  los elegidos por Dios para mediar con la eternidad  y el sentido de la vida. Su insistencia en colocar sobre él todos los estigmas, en controlarlo y, en fin, la pertinaz reclamación de condena que atraviesa todos los tiempos, desde Eva, o los días de brujas en las hogueras, hasta la actual connivencia con los ataques a la vida perpetrado por los mercados neoliberales. En cambio, la beligerante exigencia de legislaciones que les reafirmen como los procuradores de vida eterna, manteniendo el control simbólico, legal, material, económico e intelectual sobre la maternidad, su incómoda rival, que no es eterna, pero es evidente, y como diría Hannah Arendt, al menos ofrece al desconsuelo humano la posibilidad de establecer nuevos comienzos.