Las Otras Madres (1)
Michele Murgia
“Pido perdón, pero a los veinte años, con las zapatillas de tenis nuevas y la arrogancia de quien sabe que en aquel preciso momento no pasará nada, yo también soñé que tenía un hijo varón. En el sueño tenía el pelo oscuro y lo paría con dificultad, ya que a los vente años los dramas son todos deseables, el dolor es un colorete vital que realza el encanto y las lágrimas lo esparcen por las mejillas.
La escenografía de aquel parto me ha venido a la mente mil veces y el sufrimiento era una forma de elegancia, el sublime matiz de una verdadera maternidad.
No había hombre que hiciera de padre, no es necesario ninguno para parir con dolor.
En el mundo hecho añicos de mis veinte años, el único padre pronunciable era el Padre Nuestro, al que se rezaba con la confianza inconsciente de quien aún no se ha sentido obligado a algún sacrificio.
En el mundo hecho añicos de mis veinte años, creía haber nacido con una sola cosa adquirida: el instinto materno, la vocación de ser vientre, como las jarras de aceite de almacén.
En el mundo hecho añicos de mis veinte años, no tenía que buscar algún motivo para existir, me habría bastado con encontrar un para quién hacerlo. Esposa de alguien, madre de quienquiera que fuese, yo no sabía qué era tener vocación para ser yo misma.
Pero cuando pasan los veinte años, un hijo deja de ser asunto de un sueño y se convierte en un acto subversivo. Después de los treinta años, todos somos sobrevivientes y los hijos de los sobrevivientes son embarazos con riesgo aunque no los tengas o sólo lo pienses, porque no hay deseos que puedan denominarse inocentes. Cuando se comprende que el horizonte es sólo otra forma de decir límite, toda posibilidad se convierte en una arriesgada tensión utópica.
En aquella fase, aunque deba ser un hijo, no puede ser ya macho.
Será hembra y no tendrá una mirada fácil.
Querrá saber.